No estaba en los planes, ni siquiera sabía dónde quedaba.
Quizás eso fue lo que más me gustó, que iba a ser mi primera improvisación
concreta en el viaje. De las conversaciones en Arequipa me habían quedado dos
nombres dando vueltas en la cabeza: la selva de Puerto Maldonado y el desierto de Ica; y como desviándome un poco
podía conocerlo de camino hacia Cusco, decidí probar suerte con éste último. Es
así que sin más referencias que una foto de unas dunas, y pensando qué sería eso
que llamaban el Oasis de Huacachina, me subí al micro en busca de algo que me
sorprenda. Y vaya si lo hizo.
No sé si fue porque me permitió amigarme con el desierto,
del que tantas veces renegué, o porque me encantó sentir las cosquillas de la
improvisación, pero el punto es que Huacachina me hechizó.
El bus llega hasta Ica y de ahí te tenés que tomar un taxi
(5 soles) hasta el oasis. A mí me dejó en el Hostel Rocha, un establecimiento bien
sencillo donde por 20 soles conseguí una habitación compartida con baño. Hasta
aquí no había notado nada extraordinario del lugar, parecía un pueblito de costa, con calles de
arena y construcciones simples rodeadas de árboles, pero todo cambió cuando
después de alojarme me fui caminando al famoso Oasis. Unos doscientos metros
recorrí por una callecita hasta dar con una suerte de pequeño malecón frente a
algo inimaginable para mí, una postal de dibujos animados. Como ya conté en la
nota anterior (que podés leer acá) es una increíble lagunita rodeada de médanos
enormes, como salida de la nada; a su alrededor, barcitos y hostels completan el
conjunto.
En Huacachina no hay
mucho para hacer, simplemente descansar, contemplar el paisaje, y disfrutar de las dunas ya sea paseando en
buggy o deslizándote con una tabla de sandboard en su mar de arena. De esta
excursión en sí no voy a hablar porque ya lo he hecho en mi anterior micropost
(leélo acá), solamente queda decir que es genial, muy divertida y que vale cada
uno de los 35 soles que te la cobran.
Inmenso, imponente, mágico, así es el desierto. Como en un
documental te envuelve y te deja parado, solo, contemplando su inmensidad. No
es fácil encontrar las palabras para describirlo, por eso intentaré hacerlo con
imágenes en mi próximo post, el caso es que el primer desvío de mi viaje había
pagado con creces la apuesta.
Al día siguiente continuaba mi camino hacia Cusco. Como en
el recorrido hay que pasar sí o sí por Nazca, dividí en dos tramos el viaje (de
día Ica - Nazca y de noche Nazca – Cusco) así pude aprovechar el día y bajarme para conocer un poco de las famosas
líneas. La ruta de Ica a Nazca es tan linda como infartante, cruzás el desierto
en un zigzag interminable. Una vez en la ciudad, dejé el equipaje en la oficina
de Cruz del Sur (la empresa con la que viajaba) y me tomé un colectivo de línea
hasta el mirador de las líneas. Hay dos formas de verlas, en un sobrevuelo
(bastante caro) o de costadito subido a un pequeño mirador. Hacia allí fui. El
micro te deja en el medio de la Panamericana (3 soles), donde no hay nada más
que un cartel que dice “Líneas de Nazca” y un mangrullo de caño con un tipo en
la base que te cobra 2 soles para que subas y después te quiere vender sus
artesanías. Sí, en Perú las cosas no suelen ser caras, pero nada en gratis. Lo
que se ve desde allí arriba apenas si sirve como para decir que estuviste allí.
Un par de figuras simples y de un ángulo muy poco favorable.
Compartí el mangrullo con una pareja, Neil (inglés) y Geena
(neocelandesa), y con ellos nos fuimos al museo de María Reiche la arqueóloga
que dedicó su vida a estudiar y proteger los geoglifos hasta su muerte en 1998.
Son unos kilómetros más con el mismo
colectivo. Su museo es bien sencillo y casero (5 soles) pero agradable.
Una vez recorrido el museo ya no había más para ver. Volvimos juntos hasta Nazca y
compartimos el almuerzo mirando al Barcelona en la Champions. Después ellos se
fueron a su hotel y yo me quedé dando vueltas hasta que se hizo la hora de mi
micro. Era el tiempo de pensar en Cusco y empezar a paladear Machu Picchu.