Los viajes están llenos de
sonrisas, es verdad. Sonrisa de aeropuerto, sonrisa de azafata, sonrisa de
recepcionista de hotel, sonrisa de nene que pide propina, sonrisa de oficina de
turismo, sonrisa de guía y hasta la sonrisa del mozo del primer restaurante.
Todos me sonríen, de manera automática, claro, para ellos soy turista, soy su
potencial cliente. Son sonrisas ensayadas, con la cantidad de dientes exacta
según el rubro: cálida, exhibiendo su dentadura de publicidad, la de la
azafata; más formal la del recepcionista, apenas separando los labios; más
cómplice, ladeada y con un guiño, la del mozo. Sonrisas mecánicas. Me sonríen
igual que si fuera un gringo, con bermudas caqui y sandalias con medias, les da
lo mismo. Puse un pie en Perú buscando cambiar eso, evitar las sonrisas para
turista y encontrar las de viajero. Es que era mi primer viaje en solitario y quería
hacer todo en sólo 24 días, conocer el país al derecho y al revés. Quería
algo así como anécdotas y sonrisas auténticas robadas al aparato turístico de boletos obligatorios y entradas caras. Tenía ganas de una señora que
me hable porque tiene ganas de hablarme, del consejo desinteresado del taxista,
del tipo que se me acerque y me cuente su secreto de la ciudad porque sí,
porque tiene ganas de compartir la información. Podría decir que casi
obsesionado con eso empecé a recorrerlo…
La señora de los tejidos de
Chinchero me sonríe, es hermosa su sonrisa, brillante, pero no es única, por un rato lo parece, pero
después se la da también a unos franceses tacaños que encima no le compran
nada, y ella se las da igual, la misma que me dio a mí, que le compré de todo. Igualita.
Entonces no me sirve, necesito otra, una a medida. Al instante me acuerdo de
otra, que no es sonrisa-sonrisa, es media sonrisa, pero es de verdad, la del
señor de Arequipa, que me para en la calle y me muestra la puerta de su casa, orgulloso. Me habla de
su tallado, de su historia, hasta se ofrece a llevarme a la fábrica donde la consiguió.
Es un momento único y chiquito, genial, pero realmente difícil de encontrar.
Así pasé por Arequipa, Huacachina y Nazca. Al
llegar a Cusco eran tantas las sonrisas para gringos con las que me topé que me
empecé a desesperar por no encontrar las mías. Me escondía detrás de una
esquina, me camuflaba y usaba el zoom de mi cámara para robar alguna, que
pareciera auténtica, aunque sea de lejos. Es que resultaba más sencillo
disfrutar de la sonrisa de un viajero, que compartía una cerveza o una
excursión, que de la de algún local. Porque en aquella sabía
que no había nada detrás, no había segundas intenciones. Giuseppe, Josefina y
Gusti, en el Colca, los australianos en el oasis, Ser y Ani y el
nenito de la familia francesa, en Machu Picchu, ellos sonreían como yo, porque
sí. Y eso era muy distinto...
...y así me pasaron todas por la mente, rápido, como en los flashbacks de las películas de Hollywood...
Sonreír porque sí. Ahí estaba la
clave. Recién en ese momento lo entendí, no sé bien cuándo pero sí sé que fue
en Cusco. Por fin me relajé, me olvidé de las segundas lecturas, me olvidé de
las sonrisas de los demás, y me dediqué a la mía. Cuando me dejé de joder
porque las cosas no eran como yo quería. Cuando aprendí a disfrutar lo que me
tocaba, a aprovechar lo que Perú me estaba mostrando. Cuando repasé todos los momentos
que había vivido, ahí sí empecé a
sonreír. Una sonrisa mía, que me salía porque sí, porque tenía ganas. Sonrisa
de mirar un mono en la selva, sonrisa de llegar a Machu Picchu, por fin, y
compartirlo con amigos viajeros. Sonrisa de familia de couchsurfing, de
cerveza, de consejo inesperado, de descubrir cosas nuevas, de una guiada
perfecta en Puno, sonrisa de nenes jugando, de paisaje, de charla, de viajeros
ejemplares, sonrisa de viejitos piolas como Geobaldo, el suizo del Lago Sandoval,
sonrisa de emoción por ver a un pecarí, de lejos y entre el follaje. En fin, sonreír
porque está bueno hacerlo, sin importar si era chica o grande, media o entera,
de turista o de viajero, lo que valía era sentirlo, disfrutarlo y olvidarse de
tantas clasificaciones sin sentido.
En esos 24 días aprendí acerca de
muchas cosas, de lugares, de costumbres y de mí; pero sobre todo aprendí a
sonreír, pero desde adentro. A sonreír y punto, sin más explicaciones. Porque
si uno sonríe cuando hace lo que le gusta, entonces viajar es sonreír.
*¿Qué es Veo Veo? Es, ante todo, un juego,
una excusa para conocer lugares de la mano de otros viajeros, contarnos
historias, viajar aunque no tengamos la oportunidad de hacerlo, encontrarnos.
Es viajar con los sentidos. Se realiza una vez al mes y las temáticas se eligen
en el grupo Veo veo en Facebook.